Los grandes museos centrales nos ofrecen terribles dioses inaccesibles que luego se intercambian en cambalaches de concilio. Así no puedes perderte cada tres meses exposiciones irrepetibles que no dejarán de repetirse una y otra vez hasta que todos perezcamos, excepto los dioses. Los pequeños museos de provincias siempre nos muestran mitomanías contenidas que puedo abrazar sin poner en peligro mi alma. Jacques Gamelin no sólo tuvo la suerte, como buen republicano, de perderse la debacle del imperio sino que le fue conferida una limitada inmortalidad en un museo casi familiar. Pero Gamelin devuelve todo lo que le es dado y puebla las abarrotadas salas de novedades. Cuando vuelvas a ver ese pintor imprescindible que nadie deberá perderse año tras año en interminables irrepetibles exposiciones que vuelven una y otra vez, acuérdate de Gamelin y de donde está.
Los pequeños museos provinciales son siempre templos de algún dios menor, menor en un sentido prachettiano. Los dioses menores son agradecidos, como dejo escrito Prachett, con sus fieles de una manera siempre entrañable. Los hermanos Chénier ejercen esta labor protectora en el museo de Carcassonne y este pequeño escudo nos evita la gran tentación de los museos: los grandes museos centrales tienen un relato que siempre es el del Estado. Los cuentos que nos cuentan los pequeños museos siempre se articulan desde la condición ciudadana, las mínimas manías de la burguesía, las puntuales devociones de los gremios, las modas corporativas.
Los grandes museos centrales aman la estética militar, los pequeños museos de provincias aman el siglo XVIII. Los grandes museos centrales ocultan las anécdotas, los pequeños museos provinciales muestran siempre un sincero interés en agradar.
Los pequeños museos suelen estar en sitios chulos. El museo de Carcassonne en un antiguo presidio.